...una joven pequeña,
pelirroja y entusiasta no decide donde sentarse, intercambia asientos con su
acompañante (quedando frente a mi), lo mira intensamente, le sonríe… lo desea.
Al mismo tiempo, yo deseo mis audífonos, ya que mi ojo derecho tiembla
levemente cuando escucho su voz aguda…
Cabalgando sin un rumbo preciso, de la mano de la locura, el
querido Quijote, sin noción de que es o que debería ser, con la mente sumergida
en lo intangible y semántico. Decide comenzar a investigar y divagar acerca del
síndrome de pertenencia, al delgado y misterioso Quijote claramente lo desvela
una dulce Dulcinea, solo que esta presenta (y reproduce) una extraña (pero
familiar) ambigüedad, por favor no crean que les hablo de una Dulcinea con
inclinaciones lésbicas, tan moderna no es…
…a mi izquierda, el
acompañante recibe la mirada intensa, me imita e intenta leer un libro, ella,
insistente, le habla con prisa, aferrándose quizás a que cosa, el desiste de la lectura, le pide cabritas… no hay como la comida y la atención, placeres que
muchas películas deberían mostrar…
A ratos, ella es mas Sancho Panza que Dulcinea, adopta sus
costumbres y con una juvenil e innata dislexia acompaña al Quijote, sabiendo
que al final de la noche, vuelve a ser Dulcinea y descansa en el pecho del
viajero que hace como que conoce el camino, pero sabemos todos, que no se puede
confiar en la brújula de este. Cuando la mira a los ojos reconoce un color
familiar, que salta del espejismo al espejo y le inunda el corazón desprotegido,
es que un aventurero no conoce armaduras para esa cosa, es demasiado romántico
y disperso, a veces solo le interesa el color de la divagación…
…la voz de a poco es
menos aguda, pero las palabras y las historias se tornan graves y ruidosas, decido
incorporarla a este relato, a ratos debo esquivar su mirada (nota mental: “Los
gorditos son invasivos”), en la ventana encuentro mis ojos borrosos (aun enrojecidos),
casi del mismo color de mis mejillas... afuera; una extraña relación nace entre la prisa, la noche y las luces…
Es el color de la divagación, el color que podría identificar
en los sueños y en la oscuridad, al igual que su piel, que este otoño se muda a
pedazos, cae como las hojas de un árbol que conocí una vez, desnudando su
inquieto torso, las hojas, la piel, las lagrimas… caen en el mismo suelo que
ayer, ese color estuvo antes, ella se transforma en una prenda familiar, cómoda
y tibia, porque la dulce Dulcinea puede explorar, pero el lleva años en eso,
sabe que después de las exploraciones se llega al mismo sitio, para
reconocerlo, para que el color de los ojos cambie del bermellón a uno nuevo y
desconocido, lleno de ternura y alegría…
…repentinamente se
bajan del tren, ella lo trata con dulzura y agradece sinceramente su compañía, quizás
si no existiese lo platónico no existiría una dupla como ellos, “los buenos
momentos”; escasos y raros en el invierno post-moderno son todo para ella, es
demasiado evidente y noble, no la juzgo, si yo fuese sicólogo recetaría disfrutar
sin miedo y con calma estos momentos, pero esto se trata de algo que no es,
pero es, porque el Quijote aprendió a disfrutar y domar su soledad…
El vive su soledad rodeado de gente, finge que le interesan,
escucha sus historias, algunas veces lo que finge es real, pero no siempre,
debido a que en el anonimato disfruta, cede a las risas y la locura, ya que
sigue encontrando los labios y su piel, incluso en los sueños y en la
oscuridad.
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